miércoles, 19 de diciembre de 2012


Beatriz González (II)

Cuerpos sacrificiales




En la década de los 90, la incursión en la iconografía de la idiosincrasia popular colombiana emprendida incisivamente por Beatriz González en los años anteriores tomó otros rumbos. La artista dejó de lado su risa salvaje. Abandonó los personajes de las páginas rojas y rosas pasándose a las del orden público de los informativos, cambió los escenarios urbanos por los rurales, transformó su paleta brillante en una más oscura y ominosa, exploró espacios más complejos y trabajó historias colectivas en lugar de las representaciones usualmente unipersonales y sin espacio de su primera época. Necesitaba este cambio de estrategia formal para poder realizar un profundo minuto de silencio sobre el bombardeo diario de las imágenes de la guerra. Unas imágenes intoxicantes, las cuales a pesar de su fuerza y de su insistencia en lugar de abrirnos los ojos parecen cegarnos.

La artista entonces recorre el amplio repertorio del imaginario colectivo  de la violencia en Colombia,  con hitos marcados a sangre y  fuego en la memoria de los espectadores como las fotografías en primera plana del magnicidio de Galán, los asesinatos de indigenistas, de los líderes comunitarios  y una larga estela de masacres como las de Vistahermosa, Tarazá, Las Delicias, entre otras. Representaciones de muertes violentas,  la mayoría de las veces anónimas, que asaltan al lector en la primera página acompañadas de un título sugestivo  y de una breve una leyenda,  pero en las cuales después del impacto inicial no se vuelve a pensar nunca más. 

Es precisamente este proceso de invisibilización, como resultado paradójicamente de un exceso de visibilidad,  lo que la  artista busca  conjurar. Quiere detener ese canibalismo visual que todo lo registra, se lo traga, procesa y escupe, sin que quede nada al final. Entonces la artista extrae estas imágenes de su contexto frenético, efímero y desechable  y las transpone a un lienzo que se exhibirá luego pausadamente en las paredes de una galería o un museo. Allí con estas nuevas condiciones de emisión,  surgen otras posibilidades de lecturas para esas imágenes que ya parecían gastadas a punta de ser  miradas.




Y aquí, la artista ha descubierto una iconografía, unas constantes en la representación del hecho violento, una codificación y una repetición de elementos formales, muchas veces con raíces en la imaginería religiosa occidental. Se trata de un relato visual estructurado alrededor de sacrificios rituales humanos, donde  los cuerpos de las víctimas suelen ser masculinos, mientras son femeninos los cuerpos que se encargan de realizar los duelos y  enterramientos. Los cuerpos sacrificiales masculinos tienen a veces un rostro identificable como el del ex candidato presidencial Luis Carlos Galán[1]. Pero la mayoría de las veces se trata de víctimas anónimas caracterizadas ya sea por elegantes vestidos de sastre, camisa blanca  y corbatas, o por atuendos humildes, torsos desnudos,  botas o pies descalzos. La mayoría suele llevar el infaltable bigote de los latinoamericanos. A veces, los cuerpos no están,  y simplemente aparece una foto en un ataúd vacío: una representación dentro de otra representación que enfatiza la disolución de estos cuerpos en una guerra donde ni siquiera los restos de los seres queridos les quedan a sus deudos. Estos cuerpos masculinos se exhiben en altares donde yacen con los brazos abiertos, otras veces navegan sobre ríos tan espesos y negros como el Aqueronte, o se amontonan con sus rostros agujereados por balas en heridas rituales como las del Mártir del Calvario.




Las mujeres en este relato -como sucedía con las imágenes de la Violencia representadas por Débora Arango- pocas veces son las víctimas o las victimarias. La artista recoge de la prensa el tratamiento visual que las hace aparecer como las dolientes, las Antígonas del conflicto, lo reelabora y hace de sus cuerpos sufrientes el símbolo de la población civil y del dolor nacional. En sus obras, ellas repiten los gestos de dolor de las mujeres de Jerusalén alrededor del Nazareno, los de la María del Giotto “caída como un águila sobre el cuerpo de su hijo”[1]. Hay en estas representaciones todo un estudio gestual: las mujeres se tapan la cara, inclinan la cabeza, doblan su cuerpo hasta tocar el suelo. Los hombres, por su parte, flotan muertos en los ríos, extienden sus brazos como crucificados, cierran los ojos en sus ataúdes. Así, en esta iconografía -realizada por la artista combinando diversas fotografías de la prensa con tipos del arte occidental- a los hombres les corresponden los gestos de la muerte, mientras las mujeres encarnan los del duelo.

Sin embargo, cuando Beatriz González decide hacerse una mascarilla mortuoria, para experimentar su propia muerte,  ya la mujer no sólo es espectadora sino que ella misma se convierte en un cuerpo sacrificial. Con esta transición,  el dolor deja de ser espectáculo, algo para ver en los demás. Pasa entonces a estructurar un momento de “compasión”, en el sentido etimológico que tiene esta palabra de sentir algo en la misma intensidad con alguien. Con esta mascarilla, la artista (y con ella el espectador) se pone en el lugar del otro, dejar de ser un testigo exterior para convertir su propio cuerpo en el cadáver del violentado, del asesinado, como si llevara a sus últimas consecuencias la frase “Máteme a mí, que yo ya viví”, título de unos de sus cuadros. Esta mascarilla y sus variadas reproducciones en lienzo son un punto extremo en el acercamiento a la muerte de su obra, en su proceso de identificación con el momento histórico del país, que difiere radicalmente de aquella neutralidad pregonada en su primera época. Es un punto de duelo, negro, oscuro, quizás de no retorno. Pero también es un punto de giro donde suceden múltiples y sorpresivas transgresiones.
Las reproducciones de la mascarilla mortuoria sobre el lienzo, por un lado, emulan indudablemente al Santo Sudario de Cristo, aquella única prueba material que había quedado de su presencia divina sobre la tierra. Pero, por otro lado, también nos hablan de la tradición conmemorativa de los héroes, a los que se les intentaba asegurar un lugar en la eternidad reteniendo sus rasgos faciales en materiales perennes como el bronce después de la descomposición de sus cuerpos.  Esta mascarilla puede así tener la lectura de un intento de tenaz de reafirmar la identidad en un paraje de aniquilación corporal como el de la guerra. En este sentido, esta mascarilla es de alguna manera un grito de presencia en la noche de las disoluciones de los cuerpos en el huracán de la violencia, como lo fueron los performance de María Teresa Hincapié en su momento. La afirmación del aquí y del ahora pese a todo: aquí se estuvo, aquí se vivió, aquí se ocupo un espacio, aquí se tuvo un cuerpo, un nombre, una historia, aunque hayan desaparecido los últimos restos materiales, como sucede tan a menudo en el conflicto actual. Pero también hay otra transgresión a las iconografías canónicas de la Verónica. En estas representaciones de la tradición occidental siempre es una mujer la que lleva el sudario donde está  impreso un rostro divino masculino. Sin embargo, en los sudarios de Beatriz González es el rostro de una mujer el  que está impreso, el que busca su identidad, el que reclama una presencia en medio de los fantasmas.
Esta serie de auto-mascarillas, entre amargas y dignas, desesperanzadas y afirmativas, también nos recuerdan al rostro del Bartolomé desollado en el Juicio Final de Miguel Ángel, donde muchos han reconocido el autorretrato de dicho artista. Es, como aquel, una declaración grave de la presencia de un ser contemporáneo en unas circunstancias apocalípticas. La mascarilla de Beatriz González es el rostro de una mujer que no es joven ni bella como lo exigen los cánones del arte o los medios de comunicación, que no es madre ni amante, que no posa ni ríe, que no seduce ni alecciona, que no es santa ni heroína ni salvadora. Es un cuerpo de mujer esencial que se ofrece al sacrificio pero no desde la pasividad de las mártires barrocas. Su entrega la hace desde la fuerza, el control y la conciencia. Es un ser que después de tantas imágenes parece no soportar el artificio de ninguna más. Y ante esta  total iconoclastia  que le hace cerrar los ojos, solo le queda ofrecer su cuerpo despojado, sin imágenes. Un cuerpo sin máscaras que paradójicamente solo puede mostrarse a través de una máscara, su última máscara. Un icono contemporáneo de mujer, sin palabras y total.





[1] Palabras del esposo de la artista que le inspiraron a pintar su Piedad (2005). Citado en http://www.colarte.arts.co/recuentos/G/GonzalezBeatriz/critica.asp (visitada el 6 de junio de 2009)




[1] El rostro de Galán es en sí mismo todo un ícono de la violencia, en la categoría de “mártir”.

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