domingo, 10 de febrero de 2013

Adriana Duque (II). Blancas como la nieve



Adriana Duque,  Serie de Cuento en Cuento, Madriguera, 2005
Al iniciarse el siglo, se afianzó en los discursos de nuestros políticos y  educadores, la idea de la imperfección del cuerpo de los colombianos[1]. Fue entonces una preocupación capital cómo alcanzar el ansiado progreso e ingresar a la modernidad con unos cuerpos imperfectos cuya peor maldición era el mestizaje y la herencia espuria de las razas negras e indígenas. El  cuerpo asumió así una importancia capital, porque a pesar de las sospechas que recayeron sobe él, se le consideró un requisito indispensable para el desarrollo de la patria y para la construcción de la nacionalidad. La elite  estableció  entonces los imaginarios de la sociedad que quería construir pero, al hacerlo, también  creó un mar de  contradicciones marcadas por la marginación, la segregación y la exclusión en el discurso que nos constituye desde entonces como Nación[2].

Lo negro, lo indio, lo mestizo son pues detectados como los principales obstáculos para avanzar en ese camino del progreso. Era necesario, por lo tanto,  sanar este talón de Aquiles que dejaba cojeando al débil cuerpo de nuestra nacionalidad incipiente. Para ello, se propuso acabar las etnias problemáticas mezclándolas cada vez más con elementos arios, llegando incluso a sugerir la entrada masiva de ciudadanos europeos que terminaran de limpiar nuestra contaminada sangre criolla. Era entonces inconcebible pensar en una Nación que le  diera cabida a todos, y  el único discurso que parecía posible era el de “juntos pero no revueltos”[3]. Sin embargo, la realidad era que estábamos juntos y revueltos.  En este contexto,  el  control del cuerpo, con mecanismos sociales como los de  la urbanidad,  se convirtió en la manera de enfrentar esa diversidad étnica, cultural y social caótica que nos alejaba de la modernidad y del progreso. Así se formó desde entonces  una estructura de clase y géneros intransigente, a cada uno de los cuales le correspondía una semiótica corporal y unos comportamientos adecuados que se convertirían en los pilares del orden de la modernidad colombiana.  La sociedad queda así compartimentada en férreas casillas sociales y sexuales, que se expresarían en un manejo exterior del cuerpo determinado y codificado con el que se buscaría conjurar la debacle de la imperfección, la degeneración colectiva corporal, la hibridación, la mixtura y la consiguiente ineptitud somática para alcanzar el progreso. Desde entonces se normatizaría el aspecto externo, las conductas, los comportamientos, los movimientos, los ademanes y el arreglo personal adecuados de acuerdo a la posición social, el género y la raza. Estas buenas maneras y costumbres, en su lucha por alcanzar el ideal europeo desde nuestra imperfección racial y cultural, serían propuestas como los elementos distintivos de nuestra balbuceante nacionalidad[4].

Adriana Duque,  Serie de Cuento en Cuento, Risitos de Oro, 2005

En este contexto el cuerpo de la mujer y de las niñas se puso en el ojo del huracán. En ellas se delegó la responsabilidad de cimentar la familia burguesa y la propagación de las buenas costumbres que no eran otra cosa que la base de la nacionalidad incipiente. La adecuación de los cuerpos a sus nuevos usos modernos se debía hacer en el hogar y estaba a cargo de las mujeres, sobre las cuales recaían todas las responsabilidades morales y patrióticas. Y el centro de esta educación eran las niñas, como lo expresa Rufino Cuervo en las páginas de la primera urbanidad que se escribió en el país dedicada específicamente a ellas: “La educación de las niñas exige, hoy más que en ningún otro tiempo, una atención especialísima. En el embate de los vicios y de los malos instintos que amagan tornar el país a la barbarie, la providencia nos presenta en nuestras esposas y en nuestros hijos salvándose de la corrupción


Las niñas de Collectibles, impolutas, aisladas, atemporales y sin espacio como las utopías, ahora aterrizan, circulan, se relacionan, caminan por la tierra sucia del país con sus delicados zapaticos de hebillas. Ya no son muñecas aunque sus cuerpos sigan emulándolas y continúen acunándolas en sus brazos. Más bien cumplen ahora el papel de “las princesas”. Algunas tienen coronas, ocupan siempre el centro, sus vestidos aluden a pasados siglos monárquicos y su mirada es mayestática. Sin embargo, sus reinos son espurios. Casas antiguas de techos altos y paredes descascaradas, cortinas de telas baratas, añejos papeles de colgadura, baldosas de pueblo, cocinas ahumadas con fogones de leña, muebles desvencijados… decadentes  recintos del sueño o del inconsciente colectivo. Por no hablar de su compañía, del todo indigna o, al menos disonante, para estas perfectas princesas blancas.
Los personajes de La Sagrada Familia no parecen ser retratos individuales, personas de carne y hueso, sino más bien encarnaciones míticas de roles, estructuras y  funciones familiares, sociales o sicoanalíticas[1]. Allí están, El Padre, La Madre, Los Hermanos, Los Abuelos, Los Tíos,  Las Niñas (en mayúscula como se escriben los arquetipos) en sus baratos reinos domésticos.  Pero estos grupos familiares son deformes. No hay paz ni sosiego en ellos. El espacio que se instaura entre los personajes no es continuo,  sino que parece lleno de baches y de huecos invisibles.  Aunque están todos juntos y posan mudos ante la cámara, los protagonistas de la puesta en escena  parecen venir de tiempos distintos, de órdenes culturales diferentes, de complejos simbólicos diversos. Esas niñas blancas no pueden ser hijas biológicas de esos padres de fuertes rasgos indígenas, los vestidos infantiles de terciopelo  chocan con las chaquetas de cuero y los bluyines de las mujeres jóvenes, el estrato social de los abuelos no es el de los nietos. La falta de contacto corporal o  visual refuerza esa sensación de tensión, de incomodidad, de falta de homogeneidad al interior de las escenas.

Adriana Duque,  Serie Sagrada Familia, Familia 5, 2007

Sobre las paredes de estos recintos hay  colgadas varias imágenes: retratos familiares, reproducciones de obras de la historia del arte universal y estampas religiosas. Estos cuadros aunque aparecen en un segundo plano, sin embargo están  estructurando la escena que tiene lugar adelante. Desde esas representaciones  se irradian los ideales occidentales que no se cumplen en nuestra realidad, como aquellos preceptos del orden corporal de la modernidad. Los personajes de Duque, a pesar de sus aparentes esfuerzos, parecen incapaces de emular a sus modelos. Aquel ideal de las familias patriarcales y blancas, cuya armonía instaura el Corazón de Jesús a veces,  otras la Virgen María, no se alcanza. En esta serie, al contrario,  salta a la vista, la profunda inadecuación entre el cuerpo real, campesino, inculto, no ilustrado, mestizo del colombiano y su ideal que serían aquellos cuadros de las paredes. En ellos se instauran  categorías, personajes y posibilidades de relación  que los personajes de Duque sólo pueden emular errática y defectuosamente.  Aquellas imágenes ejemplares son inalcanzables. Los modelos corporales caucásicos tampoco pueden seguirse con el imperfecto, mestizo y poco urbanizado cuerpo colombiano.   

Nadín Ospina ha relatado la anécdota de cómo su familia de ascendencia alemana escondió por generaciones una fotografía donde aparecía una abuela totalmente indígena[1]. Esa imagen era la prueba de un pecado original que no estaban dispuestos a admitir. La Sagrada Familia de Adriana Duque también parece ocultar otros pecados raciales y culturales de este tipo. Algo ha sucedido en el pasado, algo se esconde, no todo se muestra, nuestra historia colectiva y nuestras historias individuales son oscuras, no han terminado de relatarse ni de verse. Y los pedazos ocultos, las piezas censuradas que le faltan al rompecabezas, son las que no nos dejan leer la anécdota total de estos retratos familiares deformes, enigmáticos, ambiguos. En ellos se establece la brecha entre el país real y el imaginado, entre el cuerpo que quisieron nuestros políticos y educadores y el que teníamos.  Estas fotografías son una declaración de rendición ante el ideal. Si el kitsch es la solución criolla para la apropiación de la pintura de grandes maneras occidentales, las muecas ridículas, impropias, bárbaras de estos personajes son el fallido intento de apropiarse de aquel cuerpo perfecto blanco, urbanizado y moderno. Las únicas que parecen dar la talla a las exigencias del discurso son estas niñas blancas, sin embargo nos queda la duda de que sean reales. Tal vez sólo sean la imagen de la utopía que nunca se cumple. Las mujeres, como siempre y desde siempre condenadas a una perfección inventada por otros.

Ver http://ciudadelasmujeres.blogspot.com/2013/02/adriana-duque-delicadas-como-una-rosa.html


Texto tomado de GIRALDO, Sol A, Cuerpo de Mujer: Modelo para armar. Medellín, Editorial La Carreta, 2010

Fotografías tomadas de Adriana Duque, La Silueta Ediciones, Bogotá, 2008




[1] HERZOG, Hans-Michael. “El pasado precolombino es inasible”, entrevista a Nadín Ospina, en: Revista Mundo, Bogotá, revista 18, junio 16 de 2005.        


[1] PEDRAZA, Zandra, op. cit., p 20.
[2] SANDOVAL,  Armando. El indio: entre el racismo, la nación y la nacionalidad colombiana. http://www.naya.org.ar/congreso/ponencia1-13.htm. Página visitada 30 de noviembre de 2009.
[3] SANDOVAL,  Armando. Op. cit.
[4] PEDRAZA, Zandra. Op. cit., p 53.

2 comentarios:

  1. Muy interesante, de verdad gracias por esta información vinculada a este proyecto fotográfico.

    ResponderEliminar
  2. Muy interesante, de verdad gracias por esta información vinculada a este proyecto fotográfico.

    ResponderEliminar