Maripaz Jaramillo, La Dueña |
Uno de los puntos de vista de la obra María de la Paz a este rompecabezas para armar el cuerpo de
la mujer en el arte colombiano es precisamente la conciencia de la construcción
artificiosa de lo femenino. La artista parece decirnos que el género no es sólo una determinación
biológica ni genética, sino un simulacro, una parodia, un disfraz, una
mascarada. La asunción del
género quizás sólo sea un acto teatral que se lleva a cabo usando un
maquillaje, unos vestidos, unas poses, una actitud. Y el ser mujer sólo una máscara que puede ser
usada o quitada[1]. Estas mujeres llevan estos presupuestos a
sus extremos. Borran sus identidades (en el caso que alguna vez las hayan
tenido) y deciden cumplir a pie juntillas el
ideal del objeto sexual. Se
convierten así en juguetes eróticos con
sus escotes, sus piernas entrelazadas, sus bocas abiertas, sus cuerpos siempre
dispuestos y siempre de la misma manera. Y escriben con la tinta del deseo una
nueva cartografía sobre sus cuerpos.
El carmín, rechazado por la moral y la estética señorial, se convierte
en un protagonista principal en esta reescritura del cuerpo. La belleza ya no
estará en el decoro corporal ni en el brillo recatado de los ojos, aquellos
espejos del alma que establecieron la sensibilidad y el arte desde el Barroco. Ahora el núcleo del rostro se vuelca
hacia la boca roja, y con ello la seducción galante se vuelve carnal. Las
medias, los sostenes, las faldas largas se pierden para dar paso a los vestidos
ceñidos, los escotes profundos, las piernas al aire. Pero la meta no es llegar
a la desnudez total: “En el traje reside toda la fuerza,
todo el peligro, todo el misterio de la mujer. Desnuda, ¡oh enemiga¡ sólo eres
un pobre ser prisionero y débil, un alma cándida y cristalina que no tiene nada
que esconder”[2].
En las artes figurativas, el erotismo
se ha manifestado tradicionalmente como
una relación entre las partes del cuerpo
cubiertas por ropas y aquellas
que no[3].
Así lo erótico sólo será posible en el tránsito de lo vestido a lo desvestido.
Maripaz Jaramillo, La Monja, 1974 |
Como practicantes
de este credo, las mujeres de María de la Paz, nunca están desnudas, ni
siquiera cuando se desnudan. Miremos por ejemplo su grabado Monja No 2. (1974). Esta figura con los senos al aire
conserva, sin embargo, un manto sacro en la cabeza que le llega hasta los
hombros, mientras su rostro desaparece debajo de una gruesa capa de maquillaje
que enfatiza el carácter sexual de su boca, de sus ojos y de toda su
actitud. A diferencia de la monja de La huida del convento de Débora Arango, la cual se quitaba todas sus vestiduras en un
movimiento que le revelaba a ella misma su cuerpo, el desnudamiento de la monja
de María de la Paz sólo se da en función del deseo masculino. Como todas sus
otras mujeres, esta monja sólo está disfrazada de monja. Y sólo está disfrazada
para aportarle otro color a la coreografía erótica. Porque los roles de las
mujeres de María de la Paz no son una taxonomía de sus posibilidades de
realización y expresión como sucedía en las obras de Débora Arango, sino que se reducen una vez más a
la mascarada. Al no tener ellas sustancia, identidad, destino, la variedad de
sus roles sólo es una paleta superficial que sirve para enriquecer el
juego de la seducción como cuando en la iconografía pornográfica las mujeres se
disfrazan de enfermeras, azafatas, mucamas, etc.
Maripaz Jaramillo, Pareja en Capurganá |
Sin embargo,
paradójicamente, las mujeres de María de
la Paz no son exactamente víctimas pasivas de la mirada y el ideal masculino.
Más bien parecen juguetear con él. La mascarada, el hecho de disfrazarse del
objeto sexual ideal, no es una simple sumisión sino una manera de tomar la
sartén por el mango. Encarnan el estereotipo pero hay una conciencia al
hacerlo, al asumirlo como un código, una representación, una máscara que se
quitan y se ponen. Una acción que realizan ellas mismas, no los otros. Son mujeres que conocen la feria de las
vanidades, el performance de los sexos, el consumo de las imágenes femeninas,
el género como teatralización. Pero no
padecen estos presupuestos como una imposición, sino que los disfrutan y los
replican voluntariamente, con placer. Ellas saben cómo miran los hombres, saben
qué quiere esa mirada y la complacen siguiendo sus reglas del juego, pero sólo
para obtener lo que se proponen.
La artista, por su parte, aunque no tiene interés en subvertir el código
ni el estereotipo, por medio de estas imágenes logra distanciarse de él. Mira al hombre que mira a
las mujeres que a su vez sólo se constituyen en su mirada. Y este hecho la pone
más allá de una simple complicidad con la mirada masculina, pues lo que está
logrando es un relato de la formación de la identidad femenina y su
construcción consciente como mascarada.
Esta galería de mujeres exhibicionistas y en primer plano parecería
estar al extremo opuesto de la galería empañada de la tradición. Mientras en
ésta las mujeres se opacaban, se escondían, paralizadas, sumisas y calladas, la
galería estridente de María de la Paz parecería estar visibilizándolas y
descubriendo sus cuerpos. Sin embargo, esta exhibición es tan sólo un efecto de superficie, una
ilusión. Porque detrás del maquillaje, las máscaras, los gestos procaces, la
ostentación de los cuerpos sólo parece habitar el vacío que le queda a la mujer
cuando abandona los roles, los ideales, las determinaciones sociales y los
estereotipos. Esta galería de
caparazones brillantes se muestra tan incapaz de mostrarnos su cuerpo como
aquella empañada de la tradición. ¿Dónde habita la mujer más allá del
artificio? ¿Qué queda allí cuando se lava la cara, se apaga la música y llega el día? ¿Dónde está su cuerpo cuándo
el show se acaba y nadie la mira? En estas representaciones de un vacío no
hallaremos estas respuestas.
Tomado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de Mujer: modelo para armar. Medellín, La Carreta, 2010.