Adriana Duque, Serie de Cuento en Cuento, Madriguera, 2005 |
Al iniciarse el
siglo, se afianzó en los discursos de nuestros políticos y educadores, la idea de la imperfección del
cuerpo de los colombianos[1].
Fue entonces una preocupación capital cómo alcanzar el ansiado progreso e
ingresar a la modernidad con unos cuerpos imperfectos cuya peor maldición era
el mestizaje y la herencia espuria de las razas negras e indígenas. El cuerpo asumió así una importancia capital,
porque a pesar de las sospechas que recayeron sobe él, se le consideró un requisito
indispensable para el desarrollo de la patria y para la construcción de la
nacionalidad. La elite estableció entonces los imaginarios de la sociedad que
quería construir pero, al hacerlo, también
creó un mar de contradicciones
marcadas por la marginación, la segregación y la exclusión en el discurso que
nos constituye desde entonces como Nación[2].
Lo negro, lo indio,
lo mestizo son pues detectados como los principales obstáculos para avanzar en
ese camino del progreso. Era necesario, por lo tanto, sanar este talón de Aquiles que dejaba
cojeando al débil cuerpo de nuestra nacionalidad incipiente. Para ello, se
propuso acabar las etnias problemáticas mezclándolas cada vez más con elementos
arios, llegando incluso a sugerir la entrada masiva de ciudadanos europeos que
terminaran de limpiar nuestra contaminada sangre criolla. Era entonces
inconcebible pensar en una Nación que le
diera cabida a todos, y el único
discurso que parecía posible era el de “juntos pero no revueltos”[3].
Sin embargo, la realidad era que estábamos juntos y revueltos. En este contexto, el
control del cuerpo, con mecanismos sociales como los de la urbanidad,
se convirtió en la manera de enfrentar esa diversidad étnica, cultural y
social caótica que nos alejaba de la modernidad y del progreso. Así se formó
desde entonces una estructura de clase y
géneros intransigente, a cada uno de los cuales le correspondía una semiótica
corporal y unos comportamientos adecuados que se convertirían en los pilares
del orden de la modernidad colombiana.
La sociedad queda así compartimentada en férreas casillas sociales y
sexuales, que se expresarían en un manejo exterior del cuerpo determinado y
codificado con el que se buscaría conjurar la debacle de la imperfección, la
degeneración colectiva corporal, la hibridación, la mixtura y la consiguiente
ineptitud somática para alcanzar el progreso. Desde entonces se normatizaría el
aspecto externo, las conductas, los comportamientos, los movimientos, los
ademanes y el arreglo personal adecuados de acuerdo a la posición social, el
género y la raza. Estas buenas maneras y costumbres, en su lucha por alcanzar
el ideal europeo desde nuestra imperfección racial y cultural, serían
propuestas como los elementos distintivos de nuestra balbuceante nacionalidad[4].
Adriana Duque, Serie de Cuento en Cuento, Risitos de Oro, 2005 |
En este contexto el
cuerpo de la mujer y de las niñas se puso en el ojo del huracán. En ellas se
delegó la responsabilidad de cimentar la familia burguesa y la propagación de
las buenas costumbres que no eran otra cosa que la base de la nacionalidad
incipiente. La adecuación de los cuerpos a sus nuevos usos modernos se debía
hacer en el hogar y estaba a cargo de las mujeres, sobre las cuales recaían
todas las responsabilidades morales y patrióticas. Y el centro de esta
educación eran las niñas, como lo expresa Rufino Cuervo en las páginas de la
primera urbanidad que se escribió en el país dedicada específicamente a ellas:
“La educación de las niñas exige, hoy más que en ningún otro tiempo, una
atención especialísima. En el embate de los vicios y de los malos instintos que
amagan tornar el país a la barbarie, la providencia nos presenta en nuestras
esposas y en nuestros hijos salvándose de la corrupción
Las niñas de Collectibles, impolutas, aisladas,
atemporales y sin espacio como las utopías, ahora aterrizan, circulan, se
relacionan, caminan por la tierra sucia del país con sus delicados zapaticos de
hebillas. Ya no son muñecas aunque sus cuerpos sigan emulándolas y continúen
acunándolas en sus brazos. Más bien cumplen ahora el papel de “las princesas”.
Algunas tienen coronas, ocupan siempre el centro, sus vestidos aluden a pasados
siglos monárquicos y su mirada es mayestática. Sin embargo, sus reinos son
espurios. Casas antiguas de techos altos y paredes descascaradas, cortinas de
telas baratas, añejos papeles de colgadura, baldosas de pueblo, cocinas
ahumadas con fogones de leña, muebles desvencijados… decadentes recintos del sueño o del inconsciente
colectivo. Por no hablar de su compañía, del todo indigna o, al menos disonante,
para estas perfectas princesas blancas.
Los personajes de La Sagrada Familia no parecen ser
retratos individuales, personas de carne y hueso, sino más bien encarnaciones
míticas de roles, estructuras y
funciones familiares, sociales o sicoanalíticas[1].
Allí están, El Padre, La Madre, Los Hermanos, Los Abuelos, Los Tíos, Las Niñas (en mayúscula como se escriben los
arquetipos) en sus baratos reinos domésticos.
Pero estos grupos familiares son deformes. No hay paz ni sosiego en
ellos. El espacio que se instaura entre los personajes no es continuo, sino que parece lleno de baches y de huecos
invisibles. Aunque están todos juntos y
posan mudos ante la cámara, los protagonistas de la puesta en escena parecen venir de tiempos distintos, de
órdenes culturales diferentes, de complejos simbólicos diversos. Esas niñas
blancas no pueden ser hijas biológicas de esos padres de fuertes rasgos
indígenas, los vestidos infantiles de terciopelo chocan con las chaquetas de cuero y los
bluyines de las mujeres jóvenes, el estrato social de los abuelos no es el de
los nietos. La falta de contacto corporal o
visual refuerza esa sensación de tensión, de incomodidad, de falta de
homogeneidad al interior de las escenas.
Adriana Duque, Serie Sagrada Familia, Familia 5, 2007 |
Sobre las paredes
de estos recintos hay colgadas varias
imágenes: retratos familiares, reproducciones de obras de la historia del arte
universal y estampas religiosas. Estos cuadros aunque aparecen en un segundo
plano, sin embargo están estructurando
la escena que tiene lugar adelante. Desde esas representaciones se irradian los ideales occidentales que no
se cumplen en nuestra realidad, como aquellos preceptos del orden corporal de
la modernidad. Los personajes de Duque, a pesar de sus aparentes esfuerzos,
parecen incapaces de emular a sus modelos. Aquel ideal de las familias
patriarcales y blancas, cuya armonía instaura el Corazón de Jesús a veces, otras la Virgen María, no se alcanza. En esta
serie, al contrario, salta a la vista,
la profunda inadecuación entre el cuerpo real, campesino, inculto, no ilustrado,
mestizo del colombiano y su ideal que serían aquellos cuadros de las paredes.
En ellos se instauran categorías,
personajes y posibilidades de relación
que los personajes de Duque sólo pueden emular errática y
defectuosamente. Aquellas imágenes ejemplares
son inalcanzables. Los modelos corporales caucásicos tampoco pueden seguirse
con el imperfecto, mestizo y poco urbanizado cuerpo colombiano.
Nadín Ospina ha
relatado la anécdota de cómo su familia de ascendencia alemana escondió por
generaciones una fotografía donde aparecía una abuela totalmente indígena[1].
Esa imagen era la prueba de un pecado original que no estaban dispuestos a
admitir. La Sagrada Familia de
Adriana Duque también parece ocultar otros pecados raciales y culturales de
este tipo. Algo ha sucedido en el pasado, algo se esconde, no todo se muestra,
nuestra historia colectiva y nuestras historias individuales son oscuras, no
han terminado de relatarse ni de verse. Y los pedazos ocultos, las piezas
censuradas que le faltan al rompecabezas, son las que no nos dejan leer la
anécdota total de estos retratos familiares deformes, enigmáticos, ambiguos. En
ellos se establece la brecha entre el país real y el imaginado, entre el cuerpo
que quisieron nuestros políticos y educadores y el que teníamos. Estas fotografías son una declaración de
rendición ante el ideal. Si el kitsch es la solución criolla para la
apropiación de la pintura de grandes maneras occidentales, las muecas ridículas,
impropias, bárbaras de estos personajes son el fallido intento de apropiarse de
aquel cuerpo perfecto blanco, urbanizado y moderno. Las únicas que parecen dar
la talla a las exigencias del discurso son estas niñas blancas, sin embargo nos
queda la duda de que sean reales. Tal vez sólo sean la imagen de la utopía que
nunca se cumple. Las mujeres, como siempre y desde siempre condenadas a una
perfección inventada por otros.
Ver http://ciudadelasmujeres.blogspot.com/2013/02/adriana-duque-delicadas-como-una-rosa.html
Texto tomado de GIRALDO, Sol A, Cuerpo de Mujer: Modelo para armar. Medellín, Editorial La Carreta, 2010
Fotografías tomadas de Adriana Duque, La Silueta Ediciones, Bogotá, 2008
Ver http://ciudadelasmujeres.blogspot.com/2013/02/adriana-duque-delicadas-como-una-rosa.html
Texto tomado de GIRALDO, Sol A, Cuerpo de Mujer: Modelo para armar. Medellín, Editorial La Carreta, 2010
Fotografías tomadas de Adriana Duque, La Silueta Ediciones, Bogotá, 2008
[1] HERZOG, Hans-Michael. “El pasado precolombino es inasible”,
entrevista a Nadín Ospina, en: Revista Mundo, Bogotá, revista 18, junio 16 de
2005.
[1] PEDRAZA, Zandra, op. cit., p 20.
[2] SANDOVAL,
Armando.
El indio: entre el racismo, la nación y la nacionalidad colombiana. http://www.naya.org.ar/congreso/ponencia1-13.htm.
Página visitada 30 de noviembre de 2009.
Muy interesante, de verdad gracias por esta información vinculada a este proyecto fotográfico.
ResponderEliminarMuy interesante, de verdad gracias por esta información vinculada a este proyecto fotográfico.
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