lunes, 11 de marzo de 2013

DEBORA ARANGO I Cuerpos femeninos: el descubrimiento de un continente







Una mujer  ocupa el primer plano. Se acaba de quitar un hábito de religiosa y su espléndido cuerpo se apropia  de todo el cuadro. No hay remordimiento. Sólo una mirada recelosa hacia atrás para asegurarse de que las monjas oscuras y el  Cristo del fondo no la descubran. Está en una ventana dispuesta a saltar con sus senos al aire, sus generosas caderas, su cuerpo joven. Al lado de su pubis, descansa una camándula de la que también se ha despojado. El título de la acuarela es bastante literal: La huida del convento.  La herejía que supuso en su momento esta provocadora pintura de Débora Arango todavía reverbera, no sólo en las parroquias, sino en  la historia del arte colombiano. En el silencio de esta huida, se estaban descubriendo mundos inéditos. 



Este desnudo femenino, que de ninguna manera fue ni el primero ni el último realizado por Débora durante los primeros 20 años de su carrera (1939-1960), ofrece una nueva perspectiva cuando se le pone a dialogar con el de Friné o trata de blancas, de la misma artista. Allí, como es habitual en sus trabajos, el espectador llega a la mitad de un acontecimiento del que tiene algunas pistas pero no todas. A pesar de la alusión a Friné, la musa de Praxíteles quien salvó su vida gracias a su belleza, esta obra parece representar un episodio de prostitución de muchachas a quienes su hermosura más bien las condena. Allí, dos personajes masculinos semidesnudos rodean a una mujer en el centro de un corrillo. Uno de ellos trata de desvestirla, mientras el otro simplemente la mira con una expresión que puede ser la más concupiscente de la historia del arte nacional.  A su lado, aquel gesto del cachaco que se vuelve para observar a una criadita  en Por las velas, el pan y el chocolate de Epifanio Garay (1870) es apenas un pálido ejercicio de galanteo y una descripción ingenua del mundo azaroso que les esperaba a las mujeres en las calles.


 Esta mirada de deseo y la reacción de vergüenza que provoca en la mujer desnuda se conectaría mejor con una obra contemporánea realizada muchos años después. Se trata de un collage de Barbara Kruger donde sobre la fotografía de un perfil femenino se puede leer el texto: “Tu mirada hiere este lado de mi cara”. La del hombre de Friné hiere todo el cuerpo de la mujer. Es el arquetipo de la mirada que tradicionalmente han tenido los artistas masculinos sobre los cuerpos-objetos femeninos. Y es el espacio que se establece entre Friné,  donde el hombre mira a las mujeres, y Huida, donde la mujer se mira a sí misma, el lugar inédito que inaugura la obra de Débora en la historia del arte colombiano. Como dice Constance Penley, el hombre no ha sido sólo el portador de la mirada, sino  del significado de la misma[1]. Todo ha sido constituido basándose en esta mirada masculina, autoritaria, jerárquica y normatizadora, incluyendo las simbolizaciones del cuerpo de la mujer. La mirada femenina, sin embargo, sostiene Francesca Roncagliolo, ha pasado desapercibida, ha sido descuidada, incluso se ha ignorado su existencia[2]. Con Débora, sin embargo, el hombre que mira es mirado (por una mujer), lo que relativiza el poder de su mirada. Esta ya no es única ni universal. Al contrario se muestra subjetiva, fragmentaria, tendenciosa. Y mientras la mirada del hombre se pone en entredicho, la mujer por primera vez en el arte colombiano detenta el poder de mirarse a sí misma. Ha descubierto el nuevo continente de su cuerpo.
Porque este desnudamiento de los cuerpos de Débora no tiene sólo connotaciones sexuales, perspectiva desde la cual se juzgaron estas obras en su tiempo. Va más allá. Cuando esta mujer se quita este hábito, también les está quitando los rebozos físicos y mentales a todas las mujeres mudas de aquella galería empañada de la tradición. Las mujeres desnudas de Débora quiebran aquellos espejos turbios donde los reflejos del cuerpo y la identidad femenina naufragaban en un pozo de silencios, vacíos y agujeros negros. Este desnudamiento también deshace  otras coordenadas, como las espacio- temporales donde debía instalarse el cuerpo de la mujer, los roles a los que debía jugar, el sistema de gestos y actitudes que debía adoptar, los compartimentos sociales y culturales done debía permanecer. Aquí se estaba redefiniendo inéditamente su género y,  con él, su cuerpo. En la obra de Débora, por primera vez entre nosotros, la mujer deja  de ser un espacio negativo, un espejo sin reflejo como el de los vampiros, para asumirse en la autónoma positividad de su cuerpo y su carne.
Esto no significa que el encuentro de Débora -y a través de sus ojos, de las mujeres colombianas, con sus propios cuerpos- haya sido un episodio épico y triunfal. Al contrario, fue uno de los más brutales que recordemos. Con Débora, los cuerpos colombianos nacen dolorosamente a la modernidad. Han pasado ya los tiempos de los cuerpos regidos por la anatomía piadosa de la Colonia. Cuerpos negados en los que el espíritu había triunfado sobre la carne  con su credo de dolor corporal purificador. Pero también ya está agonizante el cuerpo señorial de la tradición, aquel que cambió el discurso sacro por el seglar, el catecismo de Astete por la urbanidad de Carreño, el dogma por el comportamiento adecuado, la moral por la higiene, al confesor por el médico.

omado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de Mujer: modelo para armar. Medellín, La Carreta, 2010.



[1] Citado en ARAMBURU, Op. cit.
[2] ARAMBURU, Op. cit.

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