Clemencia Echeverri parte de la pintura y la escultura, pública,
antes de pasar a la instalación. Y cuando aborda este nuevo lenguaje, lo hace
desde un punto de vista bastante inédito, al hacer un fuerte énfasis en el componente sonoro de sus
video-instalaciones. Al contrario de lo que sucede en el trabajo de muchos
otros video-instaladores locales o nacionales, donde el sonido es un elemento
periférico al que se puede aludir o no, para C Echeverri éste se convierte en
la esencia de sus planteamientos. El sonido, junto a la imagen, el tiempo y el
espacio son los ejes estructurantes de su obra. Una obra que no tiene meros
intereses experimentales o documentales, sino que se plantea una pregunta clara
y precisa sobre la violencia en el contexto colombiano. Al alterar la violencia
la percepción del tiempo y del espacio, estos temas también se instalan en el
centro de sus preocupaciones que son indagar cómo el espacio doméstico, el
rural, el urbano termina tragado por el no-espacio, por el no-lugar de la
violencia.
El espacio
quebrado, la ruptura del espacio absoluto ha sido un problema recurrente para
la posmodernidad, y la técnica fragmentada del video se ha adecuado muy bien para tratar
desde el arte estas preocupaciones. Sin embargo, en el caso concreto de un país
en guerra, esta ruptura del espacio tiene otras connotaciones: territorialización,
bloqueo, clausura, despojo, atomización espacial ejercida por los distintos
poderes. Así, C Echeverri ha acudido a estas herramientas usada por artistas de
la escena internacional pero para aludir a la acepción particular de esta
ruptura del espacio en el contexto específico colombiano. La fragmentación de
esta técnica da cuenta aquí de la fragmentación del espacio violentado.
Esta
percepción del espacio de la violencia es mucho más compleja que el cubrimiento
paroxístico y simplista que realizan los medios de comunicación. En los
escenarios alterados por la violencia se dan unos abigarrados cruces entre las
coordenadas espaciales y temporales, entre lo visual y lo sonoro, entre la
objetividad y la subjetividad, entre lo
individual y lo colectivo, entre lo ritual y lo histórico, entre lo cotidiano y
lo público. Un complejo tan intrincado al que no se puede llegar con un
lenguaje plano, unívoco, maniqueo. Se trata, al contrario, de un concentrado de
capas que la artista busca desgajar. Pero no lo hace para transformar esta
compleja naturaleza del hecho violento en un ente domesticado que se pueda
manipular como lo hacen los cubrimientos periodísticos. Al contrario, quiere
conservar sus múltiples aristas: las capas del tiempo, las
capas de espacios, las capas de sonidos,
las capas de memorias y olvidos, las capas que construyen las subjetividades de
los individuos. En sus trabajos, todas ellas se yuxtaponen, se mezclan, se
superponen simultáneamente, como sucede en la vida real.
Clemencia Echeverry, Treno, video-instalación, 2006 |
Y la ruta de acceso para acceder a esas capas
profundas, ambiguas, múltiples es precisamente el sonido. Una voz que llama por
teléfono y relata una desaparición (“Treno”, 2006). Unas voces que relatan como
unas vidas han ido a dar a la cárcel (“Voz”, 2005). El murmullo de unas mujeres
pregoneras acosadas en zonas marginales de la ciudad (“Cal y Canto”, 2002). El
sonido que hace un gallo cuando mata sin piedad a su adversario (“Exhausto aún
puede pelear”, 2000), el grito de un cerdo cuando lo sacrifican, las risas de
las personas que lo hacen (“Apetitos de Familia”, 2000). Aquí estos sonidos
funcionan como gérmenes de mundos perdidos o a punta de perderse, como hilos de
Ariadna de la memoria, como ladrillos ínfimos con los que puede recobrarse un
universo, como huellas mínimas a partir de la cual pueden seguirse rastros
envolatados. Se trata de convocar el sonido que la violenta historia de
Colombia no escucha. El sonido cargado de balas de silencio. Un
sonido que obstruye espacios como el del
gallo de pelea, uno que recupera espacios como el de los presidiarios que con
sus voces reconstruyen ladrillo a ladrillo la casa primordial perdida, un
sonido que delata el no-lugar que se chupa los muertos como en Treno. Sonidos
que se vuelven espacio, espacio que es convocado por el sonido, que se vuelve
sonido. Sonidos que se traducen
en intervenciones espaciales. Un sonido que es espacio y es escultura.
Este
desdoblamiento es posible gracias a las posibilidades de la técnica del video
aplicadas a un concepto y una necesidad
muy clara, porque aquí la técnica está al servicio del arte y no al
contrario. Superposición de pantallas
transparentes, proyecciones simultáneas
o curvas, pantallas de doble imagen,
voces que se replican, se acumulan, se pierden… el juego con el emplazamiento
de las pantallas y el tratamiento de las voces logra alterar las percepciones
espaciales y sensoriales del espectador de acuerdo a los propósitos de la
artista para poder transmitir lo que desea en cada caso.
Aunque la artista hace una lectura crítica del
tratamiento dado por los medios al hecho violento, también tiene conciencia de
que se dirige a un espectador formado en estos códigos mediáticos. Por eso
alude a ellos pero desactivándolos desde adentro. Pero va un paso más allá.
Después de que el horror de la violencia y su representación servil por parte
de los medios han llevado el lenguaje al punto cero, la artista con mirada de
arqueóloga, reconstruye los espacios
cotidianos, rituales, mediáticos, violentados de la sociedad para devolverles la palabra.
Biografía
http://www.clemenciaecheverri.com/webingles/index.php/bio/18-biografia
Tomado del capítulo "La instalación en Antioquia en la década del 2000" que realicé para el libro La instalación en el arte antioqueño, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 2011