Beatriz González (II)
Cuerpos sacrificiales
En la década de los 90, la incursión en la iconografía de la idiosincrasia popular
colombiana emprendida incisivamente por Beatriz González en los años anteriores tomó otros rumbos. La artista dejó de lado su risa salvaje.
Abandonó los personajes de las páginas rojas y rosas pasándose a las del orden
público de los informativos, cambió los escenarios urbanos por los rurales,
transformó su paleta brillante en una más oscura y ominosa, exploró espacios
más complejos y trabajó historias colectivas en lugar de las representaciones
usualmente unipersonales y sin espacio de su primera época. Necesitaba este
cambio de estrategia formal para poder realizar un profundo minuto de silencio
sobre el bombardeo diario de las imágenes de la guerra. Unas imágenes
intoxicantes, las cuales a pesar de su fuerza y de su insistencia en lugar de abrirnos
los ojos parecen cegarnos.
La artista entonces recorre el amplio repertorio del
imaginario colectivo de la violencia en Colombia, con hitos marcados a sangre
y fuego en la memoria de los
espectadores como las fotografías en primera plana del magnicidio de Galán, los
asesinatos de indigenistas, de los líderes comunitarios y una larga estela de masacres como las de
Vistahermosa, Tarazá, Las Delicias, entre otras. Representaciones de muertes
violentas, la mayoría de las veces
anónimas, que asaltan al lector en la primera página acompañadas de un título
sugestivo y de una breve una
leyenda, pero en las cuales después del
impacto inicial no se vuelve a pensar nunca más.
Es precisamente este proceso
de invisibilización, como resultado paradójicamente de un exceso de
visibilidad, lo que la artista busca
conjurar. Quiere detener ese canibalismo visual que todo lo registra, se
lo traga, procesa y escupe, sin que quede nada al final. Entonces la artista
extrae estas imágenes de su contexto frenético, efímero y desechable y las transpone a un lienzo que se exhibirá
luego pausadamente en las paredes de una galería o un museo. Allí con estas
nuevas condiciones de emisión, surgen
otras posibilidades de lecturas para esas imágenes que ya parecían gastadas a
punta de ser miradas.
Y aquí, la artista
ha descubierto una iconografía, unas constantes en la representación del hecho
violento, una codificación y una repetición de elementos formales, muchas veces
con raíces en la imaginería religiosa occidental. Se trata de un relato visual
estructurado alrededor de sacrificios rituales humanos, donde los cuerpos de las víctimas suelen ser
masculinos, mientras son femeninos los cuerpos que se encargan de realizar los
duelos y enterramientos. Los cuerpos
sacrificiales masculinos tienen a veces un rostro identificable como el del ex
candidato presidencial Luis Carlos Galán[1].
Pero la mayoría de las veces se trata de víctimas anónimas caracterizadas ya
sea por elegantes vestidos de sastre, camisa blanca y corbatas, o por atuendos humildes, torsos
desnudos, botas o pies descalzos. La
mayoría suele llevar el infaltable bigote de los latinoamericanos. A veces, los
cuerpos no están, y simplemente aparece
una foto en un ataúd vacío: una representación dentro de otra representación
que enfatiza la disolución de estos cuerpos en una guerra donde ni siquiera los
restos de los seres queridos les quedan a sus deudos. Estos cuerpos masculinos
se exhiben en altares donde yacen con los brazos abiertos, otras veces navegan
sobre ríos tan espesos y negros como el Aqueronte, o se amontonan con sus
rostros agujereados por balas en heridas rituales como las del Mártir del
Calvario.
Las mujeres en este
relato -como sucedía con las imágenes de la Violencia representadas por Débora
Arango- pocas veces son las víctimas o las victimarias. La artista recoge de la
prensa el tratamiento visual que las hace aparecer como las dolientes, las
Antígonas del conflicto, lo reelabora y hace de sus cuerpos sufrientes el
símbolo de la población civil y del dolor nacional. En sus obras, ellas repiten
los gestos de dolor de las mujeres de Jerusalén alrededor del Nazareno, los de
la María del Giotto “caída como un águila sobre el cuerpo de su hijo”[1].
Hay en estas representaciones todo un estudio gestual: las mujeres se tapan la
cara, inclinan la cabeza, doblan su cuerpo hasta tocar el suelo. Los hombres,
por su parte, flotan muertos en los ríos, extienden sus brazos como
crucificados, cierran los ojos en sus ataúdes. Así, en esta iconografía -realizada
por la artista combinando diversas fotografías de la prensa con tipos del arte
occidental- a los hombres les corresponden los gestos de la muerte, mientras
las mujeres encarnan los del duelo.
Sin embargo, cuando
Beatriz González decide hacerse una mascarilla mortuoria, para experimentar su
propia muerte, ya la mujer no sólo es
espectadora sino que ella misma se convierte en un cuerpo sacrificial. Con esta
transición, el dolor deja de ser
espectáculo, algo para ver en los demás. Pasa entonces a estructurar un momento
de “compasión”, en el sentido etimológico que tiene esta palabra de sentir algo
en la misma intensidad con alguien. Con esta mascarilla, la artista (y con ella
el espectador) se pone en el lugar del otro, dejar de ser un testigo exterior
para convertir su propio cuerpo en el cadáver del violentado, del asesinado,
como si llevara a sus últimas consecuencias la frase “Máteme a mí, que yo ya
viví”, título de unos de sus cuadros. Esta mascarilla y sus variadas
reproducciones en lienzo son un punto extremo en el acercamiento a la muerte de
su obra, en su proceso de identificación con el momento histórico del país, que
difiere radicalmente de aquella neutralidad pregonada en su primera época. Es
un punto de duelo, negro, oscuro, quizás de no retorno. Pero también es un
punto de giro donde suceden múltiples y sorpresivas transgresiones.
Las reproducciones
de la mascarilla mortuoria sobre el lienzo, por un lado, emulan indudablemente
al Santo Sudario de Cristo, aquella única prueba material que había quedado de
su presencia divina sobre la tierra. Pero, por otro lado, también nos hablan de
la tradición conmemorativa de los héroes, a los que se les intentaba asegurar
un lugar en la eternidad reteniendo sus rasgos faciales en materiales perennes
como el bronce después de la descomposición de sus cuerpos. Esta mascarilla puede así tener la lectura de
un intento de tenaz de reafirmar la identidad en un paraje de aniquilación
corporal como el de la guerra. En este sentido, esta mascarilla es de alguna
manera un grito de presencia en la noche de las disoluciones de los cuerpos en
el huracán de la violencia, como lo fueron los performance de María Teresa
Hincapié en su momento. La afirmación del aquí y del ahora pese a todo: aquí se
estuvo, aquí se vivió, aquí se ocupo un espacio, aquí se tuvo un cuerpo, un
nombre, una historia, aunque hayan desaparecido los últimos restos materiales,
como sucede tan a menudo en el conflicto actual. Pero también hay otra
transgresión a las iconografías canónicas de la Verónica. En estas
representaciones de la tradición occidental siempre es una mujer la que lleva
el sudario donde está impreso un rostro
divino masculino. Sin embargo, en los sudarios de Beatriz González es el rostro
de una mujer el que está impreso, el que
busca su identidad, el que reclama una presencia en medio de los fantasmas.
Esta serie de
auto-mascarillas, entre amargas y dignas, desesperanzadas y afirmativas,
también nos recuerdan al rostro del Bartolomé desollado en el Juicio Final de
Miguel Ángel, donde muchos han reconocido el autorretrato de dicho artista. Es,
como aquel, una declaración grave de la presencia de un ser contemporáneo en
unas circunstancias apocalípticas. La mascarilla de Beatriz González es el
rostro de una mujer que no es joven ni bella como lo exigen los cánones del
arte o los medios de comunicación, que no es madre ni amante, que no posa ni
ríe, que no seduce ni alecciona, que no es santa ni heroína ni salvadora. Es un
cuerpo de mujer esencial que se ofrece al sacrificio pero no desde la pasividad
de las mártires barrocas. Su entrega la hace desde la fuerza, el control y la
conciencia. Es un ser que después de tantas imágenes parece no soportar el
artificio de ninguna más. Y ante esta
total iconoclastia que le hace
cerrar los ojos, solo le queda ofrecer su cuerpo despojado, sin imágenes. Un
cuerpo sin máscaras que paradójicamente solo puede mostrarse a través de una
máscara, su última máscara. Un icono contemporáneo de mujer, sin palabras y
total.
[1] Palabras del esposo de la artista que le inspiraron a
pintar su Piedad (2005). Citado en http://www.colarte.arts.co/recuentos/G/GonzalezBeatriz/critica.asp
(visitada el 6 de junio de 2009)
No hay comentarios:
Publicar un comentario