Beatriz González (I)
Mujeres de papel
A Beatriz González le ha interesado mirar como Colombia se mira así
misma desde los medios de comunicación. Mirar esa literatura de ficción que
pretende ser documental, esa construcción cultural que se asegura natural, ese
simulacro que se instala como lo real, esa anormalidad que duerme bajo la normalidad.
Y, precisamente, ese imaginario colectivo allí petrificado es uno de los
grandes estructurantes de lo corporal y
de la identidad de género entre nosotros.
En este proceso, ella mira las fotografías de la prensa nacional, pero
también al fotógrafo, al medio donde se publica, al que consume la fotografía y el modo y las
circunstancias en que lo hace[1].
Y todo eso que hay alrededor que hace posible este intercambio simbólico:
asuntos como la cultura, los códigos sociales, la idiosincrasia, el poder, la
inercia mental y visual. En esa zona compleja del consumo de
las imágenes fotográficas hay de todo, pero a ella no le interesa todo. Se mete
allí, super selectiva, con unas tijeras
de jardinería a cortar curiosos especímenes para coleccionarlos en sus
exclusivas y depuradas carteleras taxonómicas. Escoge, ante todo, lo que atrapa
su mirada, lo que la atrae no tanto por su contenido como por su fuerte
visualidad. Imágenes que de golpe
condensan un mundo. Y empieza a preguntarse cómo se construyó ese mundo, cuáles
son los múltiples mecanismos que lo posibilitan, quién lo hizo, para quién y
con qué fin.
Beatriz González, La actualidad ilustrada, 1974 |
En pleno siglo XXI, la nuestra es todavía y cada vez más una sociedad
guiada por un aparato de imágenes como en los tiempos del barroco. Los medios de
comunicación contemporáneos son sistemas que comparten esta retórica visual. En
ellos el mundo también está compartimentado en cielos y paraísos que se quieren
alcanzar y en infiernos que se aspira evitar, batallas todas que se dan en el
terreno de la visualidad. En el relato mediático hay unos cuerpos ejemplares
deseables que se exhiben para ser imitados
y otros cuerpos anti-ejemplares que se muestran como modelos que se deben
evitar. Toda esta lógica visual circula por el aparato retórico de los medios
completamente normatizada. En el barroco existían unos tratados de pintura
canónicos donde quedaba establecido qué se debía representar, cómo, en cuáles
circunstancias y entre quiénes. En la
actualidad, los medios también tienen sus decálogos, algunos escritos, otros
no. Pero ellos deciden qué se debe mirar, cómo y quiénes pueden hacerlo y en
qué circunstancias y con que restricciones debe circular esta mirada.
Beatriz González, Subdesarrollo 70, 1968 |
Y el cuerpo es uno de sus temas privilegiados. Sobre el recaen todo tipo
de restricciones, idealidades, convenciones, normatizaciones, como la del
género. En otras épocas las identidades eran labradas sobre todo por las
creencias religiosas, el aparato educativo y, por supuesto, por los tratados de urbanidad. No sólo había que
ser hombre o mujer sino, sobre todo, había que parecerlo en escenarios definitivos
como la casa, la calle, la iglesia, la escuela.
El género es toda una puesta en escena visual, cuyos límites estan completamente
codificados. Hoy esta esta
definición de género también la dan los medios de comunicación cuyos cuerpos ejemplares
tienen muy establecido lo masculino y femenino visualmente. Así, cuando Beatriz González empieza a mirar esta mirada de los
medios, el tema de género no demora en
salir a la palestra.
En el primer período de su trabajo (de la década del 60 al 80,
aproximadamente) le interesaron sobre todo las historias nimias. Las que se
escondían detrás de los grandes relatos de la política y la economía, las
primeras páginas y los titulares a seis columnas de los periódicos. Por lo
general, se saltaba esta primera plana y se iba directamente a la parte de
atrás del diario y de la conciencia, hasta llegar a la crónica roja. También
rastreaba historias de bajo perfil social y visualidad fuerte en las etiquetas
de productos para el hogar, en los altares, en las desvanecidas reproducciones
de la historia del arte colgadas descuidadamente en las salas, en los
almanaques de fin de año, en las estampitas estridentes. Y ese mundo insignificante –no por casualidad-
estaba poblado, sobre todo, por mujeres.
Las encontró allí de todas las pelambres: novias,
esposas, niñas (johnsons, turcas, con pelota, con perro), ninfas, náyades,
damas (de preferencia renacentistas y
barrocas), madres (las hay por doquier y de todas las épocas), ánimas
benditas, heroínas de la patria (a decir verdad, solo una paisana de la
artista), vírgenes, segadoras, paganas (europeas o chibchas), divas del jet set
(de esas que por aquí nunca
aterrizarían), esposas de políticos, santas, coquetas, amantes (generalmente
asesinadas), reinas, traidoras ... Entonces la artista se dedicó a partir de este
material de segunda mano -no era la realidad lo que manipulaba sino su reproducción - a establecer
quirúrgica y metódicamente una amplia iconografía de las mujeres de nuestra
colombianidad más profunda. Sus obras no son pues retratos del natural sino
reproducciones de los formatos que nuestra sociedad ha establecido como las
posibilidades visuales y corporales de la mujer en Colombia y Latinoamérica. La
artista los emula para que veamos el modelo, cómo se establece y cuál es su
estructura.
Lo que debía hacer
una mujer también está muy determinado visualmente. Realizando una serie de
acciones intransitivas, que se cumplen en sí mismas, que no modifican el
entorno, que no llevan a ninguna parte, estas mujeres recogidas por la artista
en sus recortes de prensa yacen como náyades, posan, miran coquetas, mueren
desesperanzadas, sonríen para la foto, juegan con su bebé, se bañan, acarician
las flores, los perros o las pelotas, cosen, esperan, padecen en el fuego,
rezan, cantan, asienten, callan.
Este relato
mediático está concebido en rosa y en azul, y por eso no estaría completo sin
el lado masculino. En un eco
armónicamente planteado, el desfile de los hombres es también bastante nutrido.
Se exhiben por allí luchadores, militares, santos, próceres, niños (siempre al lado de sus
madres), Papas, sacerdotes, cazadores, cristos, jugadores de billar,
presidentes, enanos, divinos niños, políticos, militares, cardenales quienes
aparecen por contraste. Ellos también enarbolan un definido arsenal de marcas
externas de género como sombreros de copa o mexicanos, sacos, corbatas,
charreteras, sotanas, caballos, medallas, máscaras, crucifijos, capas, barbas, bigotes, gafas, corbatines y a veces
hasta llevan flores cuando son amantes o
santos. Se trata nuevamente de aquel sobre cuerpo que se impone a hombres y
mujeres en la exterioridad para plantearlos visualmente como habitantes de
mundos antitéticos e irreconciliables. El hombre de la prensa acaba de
demostrar su radical alteridad con las acciones que suele ejecutar. Estos
hombres, sangran, luchan, montan a caballo, bendicen, salvan la patria, dan
discursos, sufren, mueren, matan.
B González, Apuntes para la historia Extensa de Colombia I. 1967. |
Los cuerpos femeninos y masculinos de la prensa
nacional también habitan cielos o infiernos como en los tiempos barrocos. Si
bien el cielo ya no ocupa la parte de arriba de los cuadros como entonces, se
despliega ahora en los paraísos
perfectos la publicidad y en las páginas sociales donde a falta de ángeles
sobrevuelan zarinas falsas, reinas de Inglaterra con caballos o primeras damas
de Estados Unidos con camello. Cuerpos gloriosos, inaccesibles, beatíficos y
sobre todo inalcanzables. El infierno, por su parte, sí tiene una cara muy
colombiana. Una cara mestiza, imperfecta, inadecuada, teñida de mal gusto, del
rojo de la pasión, de los tics del descontrol. Es un cuerpo que literalmente se
ha salido de casillas. Estos cuerpos y sus imágenes son peligrosos. Podrían dejar
penetrar el caos y la muerte en la perfección del relato mediático. Por eso
inmediatamente son controlados por la mirada congelada de Gorgona, que los
aplana, esteriliza y normatiza
permitiéndolos circular ya domesticados. Estas son las fotografías de los
amantes suicidas, o la del policía que
asesina a la mujer de su amigo antes de matarse él mismo, o de los suicidas
solitarios que mueren gritando “Ay
mamita”. Sobres estas anomalías, vísceras y excrecencias sociales, se
construyen las imágenes anti-ejemplares de los cuerpos que se deben evitar y
desechar después de su exhibición para el escarnio público, como se hacía con
los cuerpos atormentados de los condenados al infierno en los relatos barrocos.
Pero entre cielos e infiernos siempre existieron limbos, esos lugares
terriblemente aburridos donde no se gozaba del olor a santidad de la eternidad
pero tampoco de las delicias perversas del dolor carnal eterno que nunca
dejaban olvidar que se había tenido un cuerpo. El limbo desodorizado en los periódicos
está habitado por la clase media con sus maternidades estandarizadas, sus niñas
con vestidos de tisú que no las dejan saltar, con sus gatos jugando eternamente
con lanas, con sus costureras encapsuladas en canastas de mimbre. Cuerpos más
que blancos con ganas de serlo, más que bellos forcejeando con sus anomalías
criollas, más que aristócratas con su incapacidad para parecerlo, completamente
inadecuados para el éxito, la modernidad y el glamour.
Extracto del capítulo "Beatriz González: de los cuerpos ejemplares a los sacrificiales", en GIRALDO, Sol Astrid, "Cuerpo de mujer: modelo para armar", Medellín, Editorial La Carreta, 2010
[1] JARAMILLO, Carmen María. “Las imágenes de los otros: una
aproximación a la obra de Beatriz González en las décadas del 60, 70 y mitad
del 80”, en: Beatriz González. Bogotá: Villegas Editores, 2005 p 15-21.
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