miércoles, 19 de diciembre de 2012


Beatriz González (I)

Mujeres de papel



B González, Los Suicidas del Sisga, 1965
(Bucaramanga, 1938)

A Beatriz González le ha interesado mirar como Colombia se mira así misma desde los medios de comunicación. Mirar esa literatura de ficción que pretende ser documental, esa construcción cultural que se asegura natural, ese simulacro que se instala como lo real, esa anormalidad que duerme bajo la normalidad. Y, precisamente, ese imaginario colectivo allí petrificado es uno de los grandes  estructurantes de lo corporal y de la identidad de género entre nosotros.

En este proceso, ella mira las fotografías de la prensa nacional, pero también al fotógrafo, al medio donde se publica,  al que consume la fotografía y el modo y las circunstancias en que lo hace[1]. Y todo eso que hay alrededor que hace posible este intercambio simbólico: asuntos como la cultura, los códigos sociales, la idiosincrasia, el poder, la inercia mental y visual. En esa zona compleja del consumo de las imágenes fotográficas hay de todo, pero a ella no le interesa todo. Se mete allí, super selectiva,  con unas tijeras de jardinería a cortar curiosos especímenes para coleccionarlos en sus exclusivas y depuradas carteleras taxonómicas. Escoge, ante todo, lo que atrapa su mirada, lo que la atrae no tanto por su contenido como por su fuerte visualidad.  Imágenes que de golpe condensan un mundo. Y empieza a preguntarse cómo se construyó ese mundo, cuáles son los múltiples mecanismos que lo posibilitan, quién lo hizo, para quién y con qué fin. 


Beatriz González, La actualidad ilustrada, 1974



En pleno siglo XXI, la nuestra es todavía y cada vez más una sociedad guiada por un aparato de imágenes como en los tiempos del barroco. Los medios de comunicación contemporáneos son sistemas que comparten esta retórica visual. En ellos el mundo también está compartimentado en cielos y paraísos que se quieren alcanzar y en infiernos que se aspira evitar, batallas todas que se dan en el terreno de la visualidad. En el relato mediático hay unos cuerpos ejemplares deseables que se exhiben para  ser imitados y otros cuerpos anti-ejemplares que se muestran como modelos que se deben evitar. Toda esta lógica visual circula por el aparato retórico de los medios completamente normatizada. En el barroco existían unos tratados de pintura canónicos donde quedaba establecido qué se debía representar, cómo, en cuáles circunstancias  y entre quiénes. En la actualidad, los medios también tienen sus decálogos, algunos escritos, otros no. Pero ellos deciden qué se debe mirar, cómo y quiénes pueden hacerlo y en qué circunstancias y con que restricciones debe circular esta mirada.

Beatriz González, Subdesarrollo 70, 1968


Y el cuerpo es uno de sus temas privilegiados. Sobre el recaen todo tipo de restricciones, idealidades, convenciones, normatizaciones, como la del género. En otras épocas las identidades eran labradas sobre todo por las creencias religiosas, el aparato educativo y, por supuesto, por  los tratados de urbanidad. No sólo había que ser hombre o mujer sino, sobre todo, había que parecerlo en escenarios definitivos como la casa, la calle, la iglesia, la escuela. 
El género es toda una puesta en escena visual, cuyos  límites estan completamente codificados.  Hoy esta esta definición de género también la dan los medios de comunicación cuyos cuerpos ejemplares tienen muy establecido lo masculino y femenino visualmente.  Así, cuando Beatriz González  empieza a mirar esta mirada de los medios,  el tema de género no demora en salir a la palestra.

Beatriz González. Foto Estudio III, 1967

En el primer período de su trabajo (de la década del 60 al 80, aproximadamente) le interesaron sobre todo las historias nimias. Las que se escondían detrás de los grandes relatos de la política y la economía, las primeras páginas y los titulares a seis columnas de los periódicos. Por lo general, se saltaba esta primera plana y se iba directamente a la parte de atrás del diario y de la conciencia, hasta llegar a la crónica roja. También rastreaba historias de bajo perfil social y visualidad fuerte en las etiquetas de productos para el hogar, en los altares, en las desvanecidas reproducciones de la historia del arte colgadas descuidadamente en las salas, en los almanaques de fin de año, en las estampitas estridentes. Y  ese mundo insignificante –no por casualidad- estaba poblado, sobre todo, por mujeres. 

Las encontró allí de todas las pelambres: novias, esposas, niñas (johnsons, turcas, con pelota, con perro), ninfas, náyades, damas (de preferencia renacentistas y  barrocas), madres (las hay por doquier y de todas las épocas), ánimas benditas, heroínas de la patria (a decir verdad, solo una paisana de la artista), vírgenes, segadoras, paganas (europeas o chibchas), divas del jet set (de esas que  por aquí nunca aterrizarían), esposas de políticos, santas, coquetas, amantes (generalmente asesinadas), reinas,  traidoras ... Entonces la artista se dedicó a partir de este material de segunda mano -no era la realidad lo que manipulaba  sino su reproducción - a establecer quirúrgica y metódicamente una amplia iconografía de las mujeres de nuestra colombianidad más profunda. Sus obras no son pues retratos del natural sino reproducciones de los formatos que nuestra sociedad ha establecido como las posibilidades visuales y corporales de la mujer en Colombia y Latinoamérica. La artista los emula para que veamos el modelo, cómo se establece y cuál es su estructura.


Beatriz González, Antonia Santos Sesquicentenario S.A, 1969


Lo que debía hacer una mujer también está muy determinado visualmente. Realizando una serie de acciones intransitivas, que se cumplen en sí mismas, que no modifican el entorno, que no llevan a ninguna parte, estas mujeres recogidas por la artista en sus recortes de prensa yacen como náyades, posan, miran coquetas, mueren desesperanzadas, sonríen para la foto, juegan con su bebé, se bañan, acarician las flores, los perros o las pelotas, cosen, esperan, padecen en el fuego, rezan, cantan, asienten, callan.

Este relato mediático está concebido en rosa y en azul, y por eso no estaría completo sin el lado masculino. En un eco armónicamente planteado, el desfile de los hombres es también bastante nutrido. Se exhiben por allí luchadores, militares, santos,  próceres, niños (siempre al lado de sus madres), Papas, sacerdotes, cazadores, cristos, jugadores de billar, presidentes, enanos, divinos niños, políticos, militares, cardenales quienes aparecen por contraste. Ellos también enarbolan un definido arsenal de marcas externas de género como sombreros de copa o mexicanos, sacos, corbatas, charreteras, sotanas, caballos, medallas, máscaras, crucifijos, capas,  barbas, bigotes, gafas, corbatines y a veces hasta  llevan flores cuando son amantes o santos. Se trata nuevamente de aquel sobre cuerpo que se impone a hombres y mujeres en la exterioridad para plantearlos visualmente como habitantes de mundos antitéticos e irreconciliables. El hombre de la prensa acaba de demostrar su radical alteridad con las acciones que suele ejecutar. Estos hombres, sangran, luchan, montan a caballo, bendicen, salvan la patria, dan discursos, sufren, mueren, matan.


B González, Apuntes para la historia Extensa de Colombia I. 1967.

Los cuerpos femeninos y masculinos de la prensa nacional también habitan cielos o infiernos como en los tiempos barrocos. Si bien el cielo ya no ocupa la parte de arriba de los cuadros como entonces, se despliega  ahora en los paraísos perfectos la publicidad y en las páginas sociales donde a falta de ángeles sobrevuelan zarinas falsas, reinas de Inglaterra con caballos o primeras damas de Estados Unidos con camello. Cuerpos gloriosos, inaccesibles, beatíficos y sobre todo inalcanzables. El infierno, por su parte, sí tiene una cara muy colombiana. Una cara mestiza, imperfecta, inadecuada, teñida de mal gusto, del rojo de la pasión, de los tics del descontrol. Es un cuerpo que literalmente se ha salido de  casillas. Estos cuerpos  y sus imágenes son peligrosos. Podrían dejar penetrar el caos y la muerte en la perfección del relato mediático. Por eso inmediatamente son controlados por la mirada congelada de Gorgona, que los aplana, esteriliza  y normatiza permitiéndolos circular ya domesticados. Estas son las fotografías de los amantes suicidas, o la del policía  que asesina a la mujer de su amigo antes de matarse él mismo, o de los suicidas solitarios que  mueren gritando “Ay mamita”. Sobres estas anomalías, vísceras y excrecencias sociales, se construyen las imágenes anti-ejemplares de los cuerpos que se deben evitar y desechar después de su exhibición para el escarnio público, como se hacía con los cuerpos atormentados de los condenados al infierno en los relatos barrocos.
Beatriz, González, Mi lucha es por el niño, 1972

Pero entre cielos e infiernos siempre existieron limbos, esos lugares terriblemente aburridos donde no se gozaba del olor a santidad de la eternidad pero tampoco de las delicias perversas del dolor carnal eterno que nunca dejaban olvidar que se había tenido un cuerpo. El limbo desodorizado en los periódicos está habitado por la clase media con sus maternidades estandarizadas, sus niñas con vestidos de tisú que no las dejan saltar, con sus gatos jugando eternamente con lanas, con sus costureras encapsuladas en canastas de mimbre. Cuerpos más que blancos con ganas de serlo, más que bellos forcejeando con sus anomalías criollas, más que aristócratas con su incapacidad para parecerlo, completamente inadecuados para el éxito, la modernidad y el glamour.

Extracto del capítulo  "Beatriz González: de los cuerpos ejemplares a los sacrificiales", en GIRALDO, Sol Astrid, "Cuerpo de mujer: modelo para armar", Medellín, Editorial La Carreta,  2010 




[1] PEDRAZA, Op. cit, p 51


[1] JARAMILLO, Carmen María. “Las imágenes de los otros: una aproximación a la obra de Beatriz González en las décadas del 60, 70 y mitad del 80”, en: Beatriz González. Bogotá: Villegas Editores, 2005 p 15-21.

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