La Casa Viuda
La guerra contemporánea colombiana estalló el orden, dinamitó las casas y explotó
los cuerpos. Las mujeres, a quienes no se les permitía hablar de política, de
pronto se convirtieron en las protagonistas de un conflicto en el que no
pidieron participar. En el centro de los campos devastados
por la guerra estaba la casa y la mujer estaba en el centro de esta casa. Entonces, sufrieron por no poder detener la
avalancha del desorden físico y simbólico que destruyó sus territorios privados. La casa, prótesis de su cuerpo protector, se resquebrajó. El conflicto arrancó toda seguridad, destrozó
y desmembró los cuerpos matriciales, corroyó las familias, las desbarató en
bandos, se tragó a los hijos, los convirtió en combatientes caprichosamente de
uno u otro grupo, separó las parejas, les robó su hábitat, sus lazos con la
tierra, minó las redes sociales y
comunitarias, hizo enemigos a los vecinos y espías a los amigos, les quitó la
posibilidad de construir, instauró el silencio, les arrebató el futuro. Y la
mujer que antes era el centro del mundo seguro es ahora el epicentro del
terremoto social. ¿Cómo podrían en
estos tiempos las mujeres cumplir con la obligación de proveer la protección,
centro, resguardo, compromisos que les habían impuesto la educación y la ideología tradicional?
En las casas del conflicto nacional, abandonadas, sin dueños, esa
función de centrar, unir, ordenar, delegada por la historia a las mujeres ya no
se puede cumplir más. Si en aquella mitología visualizada por los pintores
decimonónicos, el cuerpo-casa femenino recogía, ahora su ausencia opresiva en
la obra de D. Salcedo, nos remite a un mundo donde todo está roto, descentrado, desmembrado. Colombia es hoy una casa
viuda, donde sólo quedan las reliquias, los detritos, los fragmentos,
donde aquel sueño del espacio doméstico femenino protector
se ha deshecho.
“Toda sociedad convierte sus objetos en signos”, ha dicho Barthes[1]. En las pinturas intimistas de la tradicion decimonónica, como el Interior Santafereño (1874) de Ramón Torres Méndez,
Las
horas de costura de las mujeres de Jesusita Vallejo y
Margarita Holguín y Caro, las del
baño de Eugenio Zerda, las de lectura de Fídolo González y Adolfo Samper, las
de la cocina de Miguel Díaz y Ricardo Gómez Campuzano, las de planchar de Eladio Vélez, nos llevan
una y otra vez a esos interiores, a esos castillos interiores donde las mujeres reinaban a cambio de renunciar a todo lo demás. Y adonde no eran
invitadas de piedra. Con los movimientos obsesivos y repetitivos de la aguja,
el cucharón, la escoba y la plancha, se
les pedía que fraguaran desde estas
trincheras internas no sólo el orden de sus casas, sino a través de él, el de
la sociedad y el del convulsionado país.
Además de una taxonomía de objetos funcionales, ellas desplegaban toda una puesta simbólica del habitar. Allí, las puertas servían para entrar y salir y significaban el límite entre lo público y lo privado. Una cuna servía para arrullar a un bebé y significaba el origen. Una cortina servía para filtrar la luz y significaba el manso intercambio entre lo interior y lo exterior. Un triciclo servía para jugar y significaba la infancia. Una cama servía para dormir y significaba la confianza. Un armario servía para guardar la ropa y significaba la memoria. Una mesa servía para comer y significaba la unión familiar. Una silla servía para sentarse y significaba la tregua. A su vez, todos estos objetos remitían a un espacio doméstico, hablaban de la casa, del refugio, del cobijo, del orden, de la civilización y de la capacidad acogedora de la mujer.
Es otro el mundo de D. Salcedo. Los objetos que ella trae a la escena -en obras como la Casa Viuda (1992-1995 ), Unland (1995-1998) y su serie de muebles sin título (1992-1998)- hacen eco de aquella iconología de la intimidad instaurada por Vermeer y luego replicada por nuestros artistas locales. Pero en su obra se han herido de muerte aquellas plácidas asociaciones, esos usos tranquilizadores, esas significancias pacíficas. En la mitología de Salcedo, las camas están paradas contraviniendo la exigencia de verticalidad de su significado. Las puertas están en medio de la nada y por lo tanto no pueden cumplir con su exigencia funcional mínima de abrir y cerrar, de señalar lo público y lo privado. Las mesas vacías se chocan unas con otras y se deforman, pierden el equilibrio y no pueden sostener los vasos, los platos, no pueden convocar encuentro alguno. Las sillas están cubiertas por bloques de cemento y adheridas a la pared: nadie podría reposar en ellas. Los armarios están sellados por el mismo cemento donde se ahogan prendas cotidianas como el blando vestido de una niña, convertido en un amasijo petrificado. Una puerta colapsa con una silla y un encaje. La textura de la madera se imbrica con cabellos humanos. Huesos naufragan en una puerta. Un puño del vestido de un saco ha sido devorado por un ladrillo incinerado. La casa, la centralidad, el orden, los cuerpos como unidad física y simbólica definitivamente han estallado.
La casa ha sido vejada, descompuesta, desmembrada, igual que los cuerpos que sufrieron los “cortes” de la Violencia en los años 50. Como sucede con los detritos materiales que quedan después de la explosión de una bomba, se perdieron en ella todos los límites entre lo humano, lo animal y lo mineral. Las formas se licúan ahora en una sustancia indistinta. La silla colapsa con la puerta, un armario con una silla o una cama, una cuna queda pegada a una mesa. Todo límite se pierde en esta recomposición: lo de abajo queda arriba; lo horizontal se vuelve vertical; lo central, periférico; lo volumétrico, plano. La violencia ha cumplido aquí el despótico acto de la deconstrucción de la intimidad. Una intimidad que deja aquí de ser un asunto individual para transformarse en un tema político. La casa-cuerpo se ha doblegado y con lo poco que le queda trata de proteger, pero sus brazos están rotos y ya no puede abrazar, sus puertas están quebradas y ya no puede resguardar, sus armarios están sellados y ya no puede albergar las pequeñas cosas de la cotidianeidad. El espacio entre las cosas también ha colapsado.
No será posible. Toda esta obra habla de la incapacidad de devolverle la organicidad al cuerpo fragmentado y vejado por la guerra. Pero ello no será un impedimento para que esta Antígona realice los rituales de duelo colectivo de los cadáveres, de los cuerpos contemporáneos habitantes del no-lugar. En la guerra colombiana, cuando los cuerpos se desmiembran y luego se aniquilan, cuando se esparcen sus restos, negándoles un lugar debajo de la tierra y un rito mortuorio en el que los vivos se pongan en paz con sus muertos, no sólo se está dando una profanación de los cuerpos individuales. También se están afectando los lazos cohesionadores de esas comunidades que en tiempos de paz se reúnen simbólicamente alrededor de sus muertos. Los tótems de dolor de Doris Salcedo son una oportunidad simbólica para realizar esos rituales truncos, esos duelos incompletos ante la pérdida del cadáver, ese dolor que como comunidad no nos deja descansar. Mientras la guerra se ha empeñado en destruir los cuerpos, esta obra de Salcedo busca crear el lugar simbólico donde los cuerpos vejados, desmembrados, rotos, en un acto ritual oficiado a su vez por un cuerpo femenino, se puedan rehacer al menos en la memoria colectiva.
Además de una taxonomía de objetos funcionales, ellas desplegaban toda una puesta simbólica del habitar. Allí, las puertas servían para entrar y salir y significaban el límite entre lo público y lo privado. Una cuna servía para arrullar a un bebé y significaba el origen. Una cortina servía para filtrar la luz y significaba el manso intercambio entre lo interior y lo exterior. Un triciclo servía para jugar y significaba la infancia. Una cama servía para dormir y significaba la confianza. Un armario servía para guardar la ropa y significaba la memoria. Una mesa servía para comer y significaba la unión familiar. Una silla servía para sentarse y significaba la tregua. A su vez, todos estos objetos remitían a un espacio doméstico, hablaban de la casa, del refugio, del cobijo, del orden, de la civilización y de la capacidad acogedora de la mujer.
Es otro el mundo de D. Salcedo. Los objetos que ella trae a la escena -en obras como la Casa Viuda (1992-1995 ), Unland (1995-1998) y su serie de muebles sin título (1992-1998)- hacen eco de aquella iconología de la intimidad instaurada por Vermeer y luego replicada por nuestros artistas locales. Pero en su obra se han herido de muerte aquellas plácidas asociaciones, esos usos tranquilizadores, esas significancias pacíficas. En la mitología de Salcedo, las camas están paradas contraviniendo la exigencia de verticalidad de su significado. Las puertas están en medio de la nada y por lo tanto no pueden cumplir con su exigencia funcional mínima de abrir y cerrar, de señalar lo público y lo privado. Las mesas vacías se chocan unas con otras y se deforman, pierden el equilibrio y no pueden sostener los vasos, los platos, no pueden convocar encuentro alguno. Las sillas están cubiertas por bloques de cemento y adheridas a la pared: nadie podría reposar en ellas. Los armarios están sellados por el mismo cemento donde se ahogan prendas cotidianas como el blando vestido de una niña, convertido en un amasijo petrificado. Una puerta colapsa con una silla y un encaje. La textura de la madera se imbrica con cabellos humanos. Huesos naufragan en una puerta. Un puño del vestido de un saco ha sido devorado por un ladrillo incinerado. La casa, la centralidad, el orden, los cuerpos como unidad física y simbólica definitivamente han estallado.
Es como si con las obras del
género de interiores y las de Doris Salcedo se asistiera a los dos extremos del
movimiento de un péndulo. Las primeras instalando el lugar moderno (un lugar de
identidades, relacional, histórico, simbólico, de cuño femenino); la otras, el
no- lugar posmoderno de la guerra (“un lugar que no puede definirse ni como
espacio de identidad, ni como relacional, ni como histórico”, según Marc Augé,
un lugar que no se puede habitar como dice Richard Smithson). El vocabulario,
las asociaciones, las connotaciones que
establece una pintura de interiores cuyo haz de significaciones gira alrededor
de la apropiación de un lugar, de la intimidad espacializada y construida por
la cultura occidental alrededor del cuerpo femenino, colapsa en la obra de Salcedo donde todas estas relaciones se deshacen. El suyo es un espacio de ausencias, del que ha
desaparecido el cuerpo como paradigma de un orden físico, social y simbólico.
El cuerpo femenino también se ha roto en
este intento de proteger y sólo quedan
sus rastros.
Aunque el cuerpo aquí está ausente y no es representado, todo en estas
obras alude veladamente a él. En su ausencia, se vuelve opresivamente presente gracias a las huellas que ha dejado.
El cuerpo está como un negativo de todos los objetos que aparecen en positivo,
en un proceso metonímico donde la parte vale por el todo. Ante la imposibilidad de la presencia del
cuerpo desaparecido por la guerra, la artista lo construye en el campo
relacional que se establece entre las huellas físicas que quedaron de él,
porque aquí los objetos no están
representados como en el género de interiores, sino que se convocan directamente
a la escena. Salcedo ha ido al lugar de las masacres, ha buscado estos restos y
les ha creado un nuevo sistema solar.
Así, estas casas son corporales. El cuerpo se asoma en la silla en la
que no puede sentarse porque está inhabilitada, en la cama donde no puede
acostarse porque está desbaratada, en la puerta que no puede traspasar porque
está adherida a una pared. También está en los jirones de ropa que ya no puede
usar pero que son su huella clara: un vestido de niña congelado en un armario,
un pedazo de manga, media blusa rota. Y, por supuesto, está en los pedazos de
hueso que surgen como el espinazo de una mesa, en los cabellos que envuelven la
piel de la madera o los barrotes de una cuna. Estos objetos, son a la vez
reliquias (lo único que quedó del cuerpo desaparecido) y fetiche
(sustitutos de ese cuerpo que ya no
está)[1]. Y con
todas estas esquirlas se construyen estas especies de anti-casas, de moradas
vencidas. Casas-cuerpo que están muertas, que son cadáveres y se rinden ante la
imposibilidad de guarecer, de seguir fungiendo como los espacios privilegiados
del habitar. Casas viudas. Casas –cuerpos heridas, destruidas y
deformadas. Casas-cuerpo monstruosas que
después de ser desmembradas han sido recompuestas en formas caóticas.
La casa ha sido vejada, descompuesta, desmembrada, igual que los cuerpos que sufrieron los “cortes” de la Violencia en los años 50. Como sucede con los detritos materiales que quedan después de la explosión de una bomba, se perdieron en ella todos los límites entre lo humano, lo animal y lo mineral. Las formas se licúan ahora en una sustancia indistinta. La silla colapsa con la puerta, un armario con una silla o una cama, una cuna queda pegada a una mesa. Todo límite se pierde en esta recomposición: lo de abajo queda arriba; lo horizontal se vuelve vertical; lo central, periférico; lo volumétrico, plano. La violencia ha cumplido aquí el despótico acto de la deconstrucción de la intimidad. Una intimidad que deja aquí de ser un asunto individual para transformarse en un tema político. La casa-cuerpo se ha doblegado y con lo poco que le queda trata de proteger, pero sus brazos están rotos y ya no puede abrazar, sus puertas están quebradas y ya no puede resguardar, sus armarios están sellados y ya no puede albergar las pequeñas cosas de la cotidianeidad. El espacio entre las cosas también ha colapsado.
Sin embargo por las casas-cuerpo heridas de Salcedo ha pasado su mano de Antígona contemporánea. Un blanco
corpiño trata de cubrir la ventana rota, un encaje quiere aliviar la herida de
una puerta violada, un tejido de seda y cabellos humanos intenta calmar las
ausencias de una cuna vacía. Ungir, sanar, resarcir, tejer, rehacer son las
acciones que un cuerpo femenino destrozado y fragmentado busca tan infructuosa como poéticamente realizar.
Para hacerlo, Salcedo acude a aquellos mismos elementos de la iconología
dela intimidad de la pintura de interiores tradicional que aquí se han
transmutado en reliquias corporales y objetuales de alta carga connotativa.
Fragmentos que en su obra no son representados, sino que han pertenecido a
víctimas reales de la guerra y que traen consigo significados particulares.
Estas reliquias buscan en los terrenos
de la muerte recuperar su capacidad de
regenerar la vida, su vocación de útero.
No será posible. Toda esta obra habla de la incapacidad de devolverle la organicidad al cuerpo fragmentado y vejado por la guerra. Pero ello no será un impedimento para que esta Antígona realice los rituales de duelo colectivo de los cadáveres, de los cuerpos contemporáneos habitantes del no-lugar. En la guerra colombiana, cuando los cuerpos se desmiembran y luego se aniquilan, cuando se esparcen sus restos, negándoles un lugar debajo de la tierra y un rito mortuorio en el que los vivos se pongan en paz con sus muertos, no sólo se está dando una profanación de los cuerpos individuales. También se están afectando los lazos cohesionadores de esas comunidades que en tiempos de paz se reúnen simbólicamente alrededor de sus muertos. Los tótems de dolor de Doris Salcedo son una oportunidad simbólica para realizar esos rituales truncos, esos duelos incompletos ante la pérdida del cadáver, ese dolor que como comunidad no nos deja descansar. Mientras la guerra se ha empeñado en destruir los cuerpos, esta obra de Salcedo busca crear el lugar simbólico donde los cuerpos vejados, desmembrados, rotos, en un acto ritual oficiado a su vez por un cuerpo femenino, se puedan rehacer al menos en la memoria colectiva.
[1] Conceptos de Charles Merewether citados en En:
PRINCENTHAL, Nancy, BASUALDO, Carlos y
HUYSSEN, Andreas. Doris Salcedo. London: Phaidon Press, 2000, p 43.
[1] Citado
en PARDO, José Luis. Estructuralismo y Ciencias
Humanas. Madrid: Ediciones Akal, 2001, p 39
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